En su corta vida, Aubrey Beardsley se convirtió en un pionero del movimiento "art nouveau".
De cómo las visionarias ilustraciones de Aubrey Beardsley para Salomé, de Oscar Wilde, subvirtieron los roles de género victorianos y revolucionaron las artes gráficas
Por Maria Popova, Brainpickings, 2016
En su corta vida, Aubrey Beardsley (21 de agosto de 1872 – 16 de marzo de 1898) se convirtió en un pionero del movimiento art nouveau y transformó para siempre el curso de las artes gráficas. Fue un artista de desmesurada elegancia y severidad y, aun así, bajo su grotesca estética yace una sutil sensibilidad hacia los temores humanos, la nostalgia y las relaciones. Susan Sontag lo dio a conocer, pero la importancia de Beardsley irradia mucho más allá de lo que ella denominó «esteticismo». Además de influenciar a generaciones enteras de artistas —su distinguida estética reverbera en las espectaculares ilustraciones de Harry Clarke y en los poco conocidos dibujos de William Faulkner sobre la era del jazz—, Beardsley se postuló como mediador moderno del grafismo gracias a sus trabajos a gran escala y a sus carteles artísticos. Nacido bajo la tiranía del óleo como la única forma aceptable de «pintura», se rebeló contra la premisa de que un cuadro debe ser «algo explicado al óleo o “escrito con agua” para ser colgado en la pared de una habitación» y desafió, incansablemente, el prejuicio de que los artistas dedicados al cartelismo son menores, menos serios, que los pintores.
En el tremendo tratado Black and White: A Portrait of Aubrey Beardsley (1968), la novelista, crítica y activista británica Brigid Brophy describe a Beardsley como «el artista más intenso y eléctricamente erótico del mundo» y «quizá el único que pintó en aquel período que no fue nunca sentimental». La autora escribió:
«Vivir (amar) ahora: morir tarde o temprano.
Esto, en la tradición clásica, es el propósito del arte lírico. Aubrey Beardsley fue, sobre todo, un artista lírico, uno que fue golpeado y encasillado como irónico por la presión de saber, casi desde un principio, que, para él, la muerte no sucedería tarde, sino más bien temprano.»
Erudita de Mozart y astuta polinizadora de las artes, Brophy –un genio lírico en sí misma– dijo:
«Beardsley es lírico por virtud del don de su línea, que se asemeja al don de la invención melódica. Finos, los trazos de Beardsley, como grandes sinfonías, van arriba y abajo melodiosamente… Una secuencia de Beardsley es como la de un soneto. Aun así, el contenido literario de la imagen no es su mayor prioridad. Sus retratos, incluyendo los suyos propios, no son retratos en sí, sino iconos. Él no dibuja personas, sino personajes; no dramatiza las relaciones entre personalidades, sino la esencia pura, geométrica, de las relaciones. Quiere capturar la auténtica tensión: aquella contenida e invocada por sus imágenes siempre ambivalentes.»
Y, sin embargo, las imágenes de Beardsley son una ofrenda a la tensión, a las fuerzas contradictorias por las que el corazón humano es roto en mil pedazos: la soledad y la nostalgia, el temor y el deseo, la tristeza y el placer sensual. Su estética en blanco y negro —como su vida, como toda vida— es la de los contrastes violentos y repletos de vitalidad, en ningún lugar tan tangible como en sus dibujos para Salomé, de Oscar Wilde.
En febrero de 1893, una revista británica encargó a Beardsley crear un único dibujo basado en la publicación original francesa de Salomé. Pero la maravillosamente grotesca pieza que presentó —Salomé mostrando la cabeza de Juan el Baptista— era demasiado osada, y la revista la rechazó. En abril, una nueva publicación de arte incluyó la ilustración en su número inaugural y llegó a manos de Wilde, a quien impactó tanto, que ofreció a Beardsley un contrato por diez ilustraciones a toda página y el diseño de la cubierta para la edición inglesa. Beardsley tenía treinta y un años, y Wilde —a quien había conocido tres años antes en el estudio de un artista—, treinta y ocho.
Originalmente, Beardsley quiso traducir la obra en lugar de ilustrarla, pero el honor recayó en Lord Alfred «Bosie» Douglas, antiguo amante de Wilde y destinatario de todas aquellas cartas de amor que nos han dejado sin aliento. De este modo, Beardsley enfocó su obra a la manera de una interpretación complementaria en vez de una traducción visual literal: sus dibujos dialogan íntimamente con el texto de Wilde, a menudo respondiendo mediante un simbolismo subversivo propio. El mismísimo Wilde comparó los dibujos de Beardsley con «los traviesos garabatos que un chico precoz hace en las márgenes de su cuaderno», que él creía como una alabanza en lugar de un menosprecio.
La fuerza combinada de estos dos genios desafiantes dio como resultado una revolución creativa: la obra se situó en el punto de mira de los censores por la representación de los personajes bíblicos y unos dibujos intensamente eróticos. Estos subvertían los roles de género de la época al retratar a mujeres sexualmente empoderadas, incluso depredadoras, en vez de a las criaturas débiles y dóciles que la sociedad victoriana esperaba que fueran.
Brophy, fuertemente influenciada por Freud, escribe:
«Es característico de los niños precoces que, en su infancia, sean asombrosos porque se parecen a los adultos. También en la madurez, como Mozart y Beardsley, resultan asombrosos porque se parecen a los niños.
[…]
»La visión de Beardsley es permanentemente la de un niño tumbado en la cama, observando a su madre, que se viste para una cena. Su fantasía permanece ahí, intenta conservar ese efecto: todo es una joya, todo es un órgano sexual. Se siente fascinado, pero tiene miedo de tocar; contenido por un frío minuto, prestando atención a los detalles y, aun así, pasionalmente curioso —con la curiosidad emocional y envolvente que los niños otorgan al sexo—. La fuerte meticulosidad de su trazo demuestra la importancia de tocar y el miedo que hay que superar para realizarlo… La protesta del niño contra su inexperiencia, contra la prohibición del tacto, es como glorificarse en su ignorancia. No sabe qué órganos sexuales corresponden a cada sexo; aúlla deliberadamente para protestar contra su exclusión del saber adulto.»
Brophy considera las representaciones que Beardsley hace de las mujeres como profundamente desafiantes con los estereotipos sexuales:
«¿Esos personajes de Beardsley son mujeres presumidas, mujeres dandi, mujeres afeminadas, acaso? ¿O mujeres rudas: male hoydens, male tomboys, boy butches?»
En realidad, no sorprende la androginia y la profunda ambivalencia sexual que permea la obra de Beardsley: era un joven homosexual, que, según creen los biógrafos, murió virgen.
El destino de su colaborador no solamente exacerbó los terrores privados de Beardsley, sino que diezmó su vida profesional. Un año después de la publicación en inglés de Salomé, Wilde fue arrestado por conducta homosexual. En el momento de la detención, llevaba consigo una copia de Aphrodite, de Pierre Louÿs, impresa en yellow paper («papel amarillento»), papel con el que se imprimían las novelas francesas de la época. Los medios de comunicación, siempre propensos a los bulos que desembocan en escándalos, comunicaron erróneamente que Wilde llevaba encima The Yellow Book, la publicación trimestral en la que Beardsley se desempeñaba como director de arte. Inmediatamente, una multitud visitó las oficinas de la editorial y rompió las ventanas. Muchos ilustres autores de The Yellow Book amenazaron con cesar sus colaboraciones en la revista a menos que Beardsley fuera despedido, a pesar de que Salomé fue su única colaboración con Wilde y de que este nunca hubiera participado en la revista.
Bajo la abominable combinación del mal periodismo, el acoso mediático y la cobardía, Beardsley perdió su trabajo y su sueldo. Él y su hermana Mabel tuvieron que abandonar la casa que compartían.
Por fortuna, unos meses después, Bearsdley fue contratado como director de arte en un nuevo periódico, The Savoy, por un salario semanal de veinticinco libras —lo que hoy equivaldría a unas dos mil seiscientas libras—, una cifra respetable teniendo en cuenta que Wilde, en el apogeo de su fama como la primera celebridad pop del siglo XX, solo ganaba cuatro veces más por sus obras.
Beardsley muró justo cuando se estaba convirtiendo en uno de los artistas gráficos más prominentes de su tiempo: su brillantez y promesa se vieron truncadas —como las de Simone Weil o Franz Kafka— a causa de una tuberculosis contraída en una dolorosa pronta edad. Tan solo tenía veinticinco años.
Su genio visionario está, quizás, mejor capturado en la dedicatoria de Wilde, en la copia del original francés de Salomé que regaló a Beardsley: «Para Aubrey: el único artista que, además de mí, sabe qué es la danza de los siete velos, y es capaz ver el baile invisible.»
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