Cae la red
La Nacionalien
Iván Pintor, Encuentros. Suplemento Diario de Tarragona, 2020
«Las imágenes de este libro están basadas en la realidad. Cualquier semejanza o parecido no es casual», reza la única advertencia escrita de La Nacionalien, de Sandro Bassi, una pesadilla hiperrealista donde el verdadero horror no es el accidente imprevisto que altera por un instante el trayecto cotidiano de un grupo de viajeros en el metro, sino la normalidad que le sigue y le antecede. En un espléndido uso del grafito, que va creando tramados de una minuciosidad fotográfica, las planchas de La Nacionalien muestras un mundo de viajeros de rostros carnosos, deformados y en perpetua mutación concentrados en la pantalla de sus teléfonos móviles. Como en los lienzos de Francis Bacon, no es la carne mutante e inestable de sus rostros el verdadero drama, sino la soledad de una constelación de figuras que no se miran, que se ignoran, en el quehacer incesante de deslizar sus dedos sobre las pantallas.
Con las miradas ausenten, conectados pero ajenos a la conjunción de los cuerpos, el aislamiento de las figuras resuena de manera siniestra y casi profética sobre la dureza de estas semanas de confinamiento y lucha contra la pandemia del COVID-19. El palpitar de esfínteres, tentáculos y órganos inconcebibles, con el aliento tanto de las películas de David Cronenberg como de las novelas gráficas post-apocalípticas de Martin Vaughn-James, se altera cuando, de repente, la falta de cobertura o acaso un error informático deja todos los teléfonos sin conexión de datos. La secuencialidad que sostenía, con pausa cristalina y una extrañeza digna de los dibujos de Roland Topor, la sucesión de planchas y viñetas, estalla entonces en un florilegio de formas en fuga: los tentáculos se expanden, las esperas de los rostros se atomizan en una polirritmia desatada, y las formas geométricas se vuelven una constelación hipercúbica que traduce la propia secuencialidad de un abismo sin fin.
La habilidad gráfica con la que Bassi recoge ese estallido es fulgurante y a la vez tan minuciosa como la que, en trabajos de ilustración tan delicados como Pasajeros o Breves Nocturnos (http://www.sandrobassi.com), dedica al minucioso retrato de la soledad. Y la estética del glitch, del error informático que sucede a ese falta de cobertura, a esa ausencia de pequeñas rayitas en el indicador del móvil que tanto nos heos acostumbrado a temer es, por una parte, la versión contemporánea del éxtasis y el trance que Moebius recogiera en sus ilustraciones ambientadas en el desierto mejicano y, por la otra, la constatación palmaria del aislamiento, de la bunkerización de una sociedad, la nuestra, que ha permitido que herramientas maravillosas se conviertan en una forma de esclavitud, en un neurototalitarismo que trafica con emociones convertidas en un extraño trabajo aceptado de buena gana. Como en el Manifiesto Hacker de McKenzie Wark, esta inquietante y bellísima novela gráfica seleccionada en la Bologna Children’s Book Fair 2019, nos recuerda, incluso tras el tranquilo retorno a la normalidad de los pasajeros, que «no poseemos lo que producimos; lo que producimos nos posee a nosotros».
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